sábado, 21 diciembre, 2024
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Gandia

No creo en las declaraciones BIC, BRL, FIT…

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Cuando estudiaba Derecho Canónico, en concreto Derecho Patrimonial, observé que la Iglesia tiene una buena legislación para proteger el patrimonio (principalmente religioso). Cuando he estado en Roma y he compartido con compañeros que han estudiado gestión patrimonial, archivística u otras materias relacionadas, me he dado cuenta del enorme interés y partido que toma la Iglesia en este asunto.

El patrimonio de la Iglesia no es propiamente del Papa actual, de los obispos o de los curas, tampoco de los religiosos, religiosas, monjes o monjas… tampoco de los gestores de cofradías, fundaciones o asociaciones públicas de fieles, sino que por el hecho de ser bienes eclesiásticos estos han de gestionarse como propiedades de la Iglesia en sí misma o, por ser más concretos, de la entidad correspondiente que adquiere personalidad jurídica desde el momento de su constitución (cf. CIC c. 1256). Por entendernos un poco más, el Papa pasará, los obispos pasarán, los curas pasamos por las parroquias, así como también los religiosos en conventos o casas, o los laicos que gestionan las cofradías son y serán siempre pasajeros. Sin embargo, los bienes seguirán estando ahí para las futuras generaciones. Es verdad que, el Código de Derecho Canónico dice que los bienes de la Iglesia están bajo el dominio de la autoridad suprema del «Papa y/o a la persona jurídica que los haya adquirido legítimamente», y también señala que «el Romano Pontífice es el administrador y distribuidor supremo de todos los bienes eclesiásticos» (CIC c. 1273). Pero esto no dice que sea el dueño, sino quién tiene la máxima responsabilidad de garantizar su conversación o administración.

Es un acto de responsabilidad gestionar bien todos estos bienes. Fomentar su conservación y cuidado. Son un signo del amor del pueblo cristiano hacia Dios. Los bienes eclesiásticos (obras de arte, esculturas, templos, ermitas, etc.) han sido creados por el pueblo para alabar a Dios o para evangelizar al Pueblo de Dios. El hecho de que pierdan este sentido puede ir detrimento de la voluntad de aquellos que las crearon.

Como bien dice el Código de Derecho Canónico, la Iglesia puede adquirir, retener, administrar, y enajenar bienes temporales para cumplir con sus fines (CIC c. 1254 §1). Los fines a los que se refiere también se determinan: sostener el culto divino, es decir, ayudar a ennoblecer la liturgia y los sacramentos; sustentar honestamente al clero y demás ministros, es decir, ayudar a la manutención de la Iglesia; poder llevar a cabo las obras de apostolado (tales como catequesis, reuniones, eventos, convivencias, conciertos…) y de caridad (por poner un ejemplo, toda la obra que se hace a través de Caritas) (CIC c. 1254 §2). 

Ahora bien, es cierto, que, por ejemplo, en España, en los años 70 y 80, se produjeron algunas barbaridades. Siempre se ha dicho: «lo que no se llevó por delante la persecución religiosa de 1936, se lo ha llevado el progresismo del post-concilio». No es extraño encontrarnos sacristanes en las parroquias que te digan que, tal cura tiró las casullas de guitarra o las quemó, que tal escondió las capas antiguas, que otro había vendido cálices, que tal cura regaló reliquias a particulares… en los casos más graves – si esto nos parece poco – se intentaron modernizar altares, se cambiaron pinturas, se construyeron nuevos presbiterios rompiendo la estética del lugar, se pusieron vidrieras modernas en iglesias mucho más antiguas…

Fruto de todo ello la Iglesia ha mejorado en materia de gestión patrimonial. Las parroquias y entidades católicas no pueden realizar dichas obras sin la supervisión de las personas delegadas por el obispo diocesano o su superior general. En algunos casos se necesita el permiso o supervisión de la Conferencia Episcopal de turno, y en otros casos de la Santa Sede o del Romano Pontífice (el Papa). 

A causa de estos posibles abusos, no sólo por parte de la Iglesia, sino también en el área de los bienes de pertenencia al ente público o, por supuesto, en los casos de propiedades particulares, se ha provocado la aparición de leyes que tengan la intención de proteger el patrimonio.

Este tipo de legislación no es nueva. En el caso de la Colegiata de Gandia ésta se declaró Monumento Nacional en 1931. Algunos pensaban que por esa declaración no iban a tocarla… ¡casi la derriban!… 

Hoy a los políticos y eruditos de la “cultureta” parece gustarles ejecutar las declaraciones BIC (Bien de Interés Cultural), BRL (Bien de Relevancia Local), FIT (Fiesta de Interés Turístico), incluso con bienes que no pertenecen a su propiedad, como es el caso de las iglesias, ermitas o fiestas de carácter católico. Creo que la intención de estas declaraciones es buena cuando se trata de proteger el patrimonio o ayudar a su sostenimiento.

Sin embargo, estas declaraciones suponen una injerencia en la propiedad privada cuando buscan establecer criterios, que más que de conservación, son criterios ideologizados acerca de la conservación. Me explico: todos tenemos en la mente el Ecce Homo de la iglesa de Borja (Aragón). Una señora del pueblo fue a restaurarlo con toda la buena voluntad y, la estropeó; hace pocos días hemos visto una noticia en Canarias que, tras la reforma de una iglesia se podrían haber destruido unas pinturas más antiguas… La responsabilidad de estos hechos recae en quién las ejecuta (sea cura, laico, un grupo…). En la gran mayoría de estos casos si no han seguido los criterios civiles, está claro que tampoco se habrán seguido los canónicos. Es por ello, que cada uno debe pagar las consecuencias de lo “mal hecho”, aunque sus intenciones fueren muy buenas; y, por supuesto, a una entidad de carácter público no le corresponde decir cómo la Iglesia o cualquier entidad de carácter privado, debe administrar sus bienes. La legislación canónica en el caso de la Iglesia, es más que suficiente y las penas que se establecen también.

Cuando estudié Derecho Canónico, me explicaron que todas estas legislaciones podían suponer o provocar una injerencia en la propiedad privada. Sí, hemos visto en restauraciones de templos u otros bienes eclesiásticos, como se han establecido criterios ideológicos en materia de conservación y restauración. Estos criterios no han ayudado a la comunidad eclesial o al decoro del templo, en muchos casos ha ido en detrimento del carácter sagrado, pastoral, litúrgico, catequético o espiritual que tienen que tener estos bienes. Por esta ideología en materia de conservación, se ha promovido más la conservación de una piedra que, la comodidad de los fieles en el uso actual de estos bienes. Hasta incluso hemos asistido al derribo o cambio de capillas, propiciando un mayor daño a las estructuras y provocando un gran gasto de mantenimiento en las arcas de la entidad que mantiene la posesión (parroquia, cofradía, grupo, asociación, obispado, cabildo…). 

En el trámite de estas declaraciones, es cierto, que, se ha insertado la parte anticlerical que piensa que ante la usurpación de bienes a la Iglesia ésta desaparecerá. Es decir, si la Iglesia no puede mantenerlo se lo quito o si se abandona, lo embargo. Los que piensan así, olvidan las grandes persecuciones que ha sufrido la propia Iglesia a lo largo de la historia (por parte del Imperio romano, de la inclusión musulmana, de la desamortización, la revolución francesa, o las persecuciones marxistas o nacional-socialistas). Todas estas persecuciones no han sido causa para la destrucción o desaparición de la fe. Lo que sí es cierto es que la Iglesia, mucho más en un Estado libre como es España, tiene libertad para poder administrar sus bienes, y, además, tiene los suficientes mecanismos para garantizar este cuidado. Que la cosa pública no puede poner en detrimento de unos y en favor de otros, los bienes patrimoniales, pues toda la ciudadanía (también los católicos) pagamos impuestos. Y, que tenemos los mismos derechos, obligaciones y libertades que cualquier ciudadano. 

Que al final, el desarrollo de lo privado es garantía para el sostenimiento de los servicios públicos, y que los servicios públicos tienen que favorecer el desarrollo de los individuos para poder sostener precisamente lo público. Esa máxima, es quizás la que en muchos gestores de la cosa pública no la tengan clara debido a la influencia ideológica basada en argumentos del siglo XIX. 

La conservación del patrimonio privado, puede y debe recibir las ayudas de lo público, porque la preservación del mismo siempre será garantía para el enriquecimiento de la sociedad. Es entendible que para obtener esas ayudas se pidan a cambio otras premisas, como la posibilidad de que la sociedad pueda disfrutar de ese patrimonio, y que no sea para el enriquecimiento de quien los posee (es obvio). Estaríamos hablando de un posible delito si así fuere. Pero también es verdad que, en el caso de la Iglesia, no podemos perder el horizonte de que las iglesias, los templos, las ermitas, esculturas, obras de arte, esculturas, pinturas… son y tienen un sentido espiritual y evangélico, y, eso nos guste o no, nunca se puede perder de vista en materia de conservación, especialmente los bienes que están en uso.

Cómo tampoco las ayudas públicas en patrimonio deben competir entre los bienes de carácter público y los de carácter privado. Es decir, a la hora de conceder ayudas u otorgar subvenciones en materia de conservación o restauración, dar prioridad a los bienes de carácter público frente a los de carácter privado, no es del todo ético. En primer lugar, porque en España todo ciudadano paga impuestos, y, en segundo lugar, porque los bienes no son propiedad de forma general, sino propiedad de las entidades públicas o privadas con personalidad jurídica, y ahí todos somos y debemos ser iguales. Vuelvo a repetir, los bienes no son del Papa, del obispo, del cura… y aquí podría decir también, no son del alcalde o alcaldesa, presidente, concejal de turno, director… todos los que tenemos cargos, estamos de paso. Nuestra misión es gestionar de la forma más responsable. Por eso, no tiene sentido que se ponga la subvención en favor de los bienes de carácter público frente al privado. Como tampoco tiene sentido que a veces parezca que las ayudas siempre vayan a los más grandes, frente a los más pequeños – pero ese es otro tema –. 

Ojalá algún día pueda creer que las declaraciones BIC, BRL, FIT, etc., suponen un bien para el cuidado del patrimonio. Hasta hoy se han tenido errores, trabas y dificultades como también tiene la Iglesia en su gestión patrimonial a pesar de tener una buena legislación. Pero hoy por hoy, no lo veo, no puedo compartir la positividad que dicen que supondría, y a los hechos me remito: trabas, impedimentos, documentación, imposición ideológica… ¿quién decide sobre el mantenimiento de sus bienes? ¿Se reconoce íntegramente la propiedad privada? ¿Se piensa en el fin que tiene el “bien”? Mi experiencia es no, y… si empiezo a poner ejemplos… escribo otros cinco artículos hablando de este tema… (¡Tranquilos! ¡Ya término!). El deseo es: ojalá veamos algún día que la cosa pública puede hacer mucho bien al desarrollo de lo privado, y que al fin y al cabo siempre repercutirá en beneficio de la sociedad.

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