La norma UNE 178201:2016 define a las ciudades inteligentes, o Smart Cities como como una “ciudad innovadora que aprovecha las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) y otros medios para mejorar la calidad de vida, la competitividad, la eficiencia del funcionamiento y los servicios urbanos, al tiempo que se asegura de que responde a las necesidades de las generaciones presente y futuras en lo que respecta a los aspectos económicos, sociales, medioambientales y culturales.”
Por tanto, por definición, son ciudades que intentan aumentar el nivel de vida de su ciudadanía mediante la gestión de una infraestructura que garantice un desarrollo y crecimiento sostenible, una mayor eficacia y rendimiento de los recursos que dispone y haciendo más participes a los habitantes del día a día de la ciudad.
El desarrollo de una ciudad inteligente no supone únicamente la incorporación de recursos tecnológicos que sean capaces de medir todos los aspectos relacionados con la gestión energética, la promoción de servicios de domótica para edificios y viviendas cada vez más eficientes y la implantación de sistemas de transporte ecológicos, inteligentes y sostenibles. Si no que, aunque se suele olvidar a menudo, la ciudad ha de girar alrededor de su elemento más importante: el ciudadano.
Sin un ciudadano que utilice, aproveche y rentabilice los recursos disponible, de nada sirve la etiqueta de Smart City.
El llamado Smart Citizen, o ciudadano inteligente, es aquel a además de recibir los servicios y recursos de la ciudad es capaz de generar y transmitir información hacia la ciudad. No solamente ha de ser capaz de recibir inputs de los sensores a los que puede tener acceso, sino que además puede generar información y datos importantes para la ciudad y el resto de vecinos.
Tiene que ser capaz de generar información inmediata sobre posibles delitos que se estén produciendo y poder informar a las fuerzas de orden de forma rápida. Tiene que tener la capacidad de informar sobre el estado de las infraestructuras de la ciudad de forma directa a los responsables de la gestión de la misma (advirtiendo de problemas en la vía pública o mobiliario urbano, por ejemplo).
Además, el ciudadano de estas Smart Cities, tiene la responsabilidad de hacer suyos los valores de las ciudades inteligentes apoyando de forma activa el uso del transporte público, reduciendo en la medida de sus posibilidades personales la producción de CO2 y sobre todo, participando de forma activa en la gestión de la ciudad y participando en la toma de decisiones que afectan no solo a el mismo, sino a todos sus convecinos.
Por tanto, la etiqueta de Smart City no puede suponer solamente el despliegue de políticas de ahorro energético, implantación de procesos TIC complejos y el compromiso más o menos formal de los políticos de turno, sino que ha de contar de forma directa con los ciudadanos, incluyéndolos en todos los foros de decisión de la ciudad y haciendo que ellos sean los protagonistas de su propio futuro como ciudad.
En cualquier otro caso, la etiqueta de Smart City, solo será un gasto y no una inversión en futuro.